sábado, 9 de abril de 2016

Teódulo... (Capítulo 8)

(8)



        Inés y Teódulo. La finca. Las gallinas. El café. Galán. Y el cochino, ya que el otro, a estas alturas, era chicharrón y demás.
Se aproximaba diciembre. Había que tener el café trillado y pilao. Con ello se harían los gastos de diciembre y la Paradura del Niño, en enero. Había que prepararse para hacer el pesebre del Niño. No podía faltar. Las hallaquitas. Pan de jamón era gusto de gente fina y de la ciudad. Mejor que pan de jamón, era, cambures verdes sancochados con hallacas. Ají. Eso si que no podía faltar. Una hallaca con ají y cambures. No se podía pedir más. Era suficiente. Más, era exagerar. Estaba todo. Tan sólo otra ración de lo mismo, y completa la felicidad. Pero ésta era total, si se le acompañaba con un trago de miche. Mejor si era la botella toda. Para eso se trabajaba durante todo el año.
        El café que cosechaba Teódulo no era mucho. Apenas tres, o cuatro sacos, cuando mucho. Pero con ello se aumentaba la remeza de diciembre. Ese café se llevaba a la ciudad. Se vendía en las panaderías con las que ya se tenía el compromiso. El café era en pepa, ya procesado. En las panaderías lo tostaban, lo molían y lo vendían, en bolsas de a kilo. Era un café puro y su aroma era embriagador de satisfacción.
        Teódulo tenía obreros. Había que recoger el café. Trillarlo. Lavarlo. Secarlo al sol en el patio, durante casi una semana. Pilarlo. Ensacarlo. Pesarlo. Y lo demás, ya era tarea de Teódulo. Mientras tanto, los obreros estaban haciendo la primera parte de lo que les tocaba hacer. Inés, igualmente, se dedicaba a la cocina. Había más comensales y eso significaba más trabajo. Pero valía la pena.
        Este trajín de Teódulo no le gustaba a sus hijos. Siempre le decían que no tenía necesidad de tanto trabajo. Ya era justo que descansara, le insistían. Teódulo, mientras tanto seguía en su finca. Aunque, a veces, llegaba a pensar que sus hijos tenían razón. Y últimamente lo estaba pensando muy seriamente. Inés, también le decía que para qué tanto trabajo. Por qué no vender la finca. Por qué no comprar una casita en el caserío principal y vivir sin preocuparse de los animales y de la siembra, y todo lo que esto suponía. Por qué no levantarse tarde.
        La idea estaba rondando últimamente la cabeza y los pensamientos de Teódulo. Comenzaba a considerar la posibilidad de vender la finca. Tenía buenos compradores. Había un doctor que ya le había hecho la propuesta en varias oportunidades.
        Teódulo había bajado al caserío principal a conversar el tema con Ruperto, a quien consideraba un buen amigo. Habían sido solidarios en las buenas y en las malas. Muchas veces Ruperto y su familia le habían tendido la mano, sobre todo, cuando se había tratado de salud. El año anterior, Teódulo había caído en cama por un achaque en una pierna. No podía caminar y se las había visto muy fea. Había decidido quedarse durante todo el tiempo de su enfermedad en la casa principal. Allí estuvo muy atendido por la familia de Ruperto. Le llevaban la cena todos los días. Estaban pendientes de las medicinas. No era que sus hijos no lo hicieran. Lo hacían. Pero la familia de Ruperto lo hacía desprendidamente. Inés, como tenía que estar pendiente de la finca, bajaba muy poco. De manera que entre sus hijos y la familia de Ruperto se habían encargado de Teódulo. Ese y otros muchos detalles hacían que Teódulo se sintiera afectado positivamente hacia Ruperto, a quien siempre había considerado un verdadero amigo. Lo era. Por eso, pensaba que era justo conversar con él sobre una decisión de tanta importancia, a esas alturas de su vida.
        Ruperto se sintió muy triste al saber que Teódulo quería vender la finca. Por un lado, porque una de sus mayores frustraciones de la vida era no haber podido tener una finca o una pequeña extensión de tierra para cultivarla. Apenas tenía lo que tenía. Por otra parte, comprendía que si Teódulo vendía la finca, Teódulo se caería anímicamente. Porque su vida era la finca con sus maticas y animales. No era sino una proyección de lo que el mismo Ruperto sentía que pasaría con su propia vida si dejaba de trabajar lo que trabajaba. Aunque en su caso no era mucho lo que le producía. Apenas para vivir. Pero no eran lo tanto o poco que le diera, sino su propia actividad y el sentirse útil, lo más importante. Era sentirse como se sentía, y no tanto lo que le diera lo que le daba. Eran dos situaciones distintas  y parecidas. Uno tenía, y tenía. El otro, apenitas, y apenas. Pero ambos se sentían. Y era lo más importante. Se sentían forjadores de sus propias realidades. Esto los realizaba. El sólo pensar que ya no sucediera lo segundo, al propio Ruperto le inquietaba. Y el pensar que Teódulo ya estaba llegando a pensar en esa posibilidad era reconocer que ya había que dar paso a otros. Era reconocer que ya sus tiempos estaban cediendo tiempo a otros tiempos. Era reconocer que ya tenían que pasar a un segundo plano. Era un estado psicológico y anímico. Y podría ser fatal, mentalmente, para encontrarle razones al vivir. Representaba un peligro y una realidad.
        -- ¿Usted qué haría, señor Ruperto? – preguntó Teódulo a Ruperto, después de haberle expuesto su inquietud y la posibilidad. Esta pregunta era muy comprometedora para Ruperto.
        -- ¿Tiene que vender a juro? – Respondió Ruperto, dando con ello implícitamente ya una respuesta negativa, pero no descartando que tenía que responder. El problema era el qué responder.
        --  Los muchachos quieren que venda, pero yo no quisiera. Porque es lo único que tengo – apuntó Teódulo, más melancólico que realista, porque viéndolo bien tenía mucho. Aunque viéndolo mejor era más realista que melancólico porque no era tanto el que vendiera la finca. Era el que al venderla se iba con ella su realización; es decir, su actividad; su producción. Era eso lo que no quería vender. Y la finca representaba todo eso y más. La finca era un pedazo de tierra. Y esa tierra, era lo que era, por el corazón que había en ella. Sin valor. Y con valor. Allí estaba lo difícil de la decisión.
-- ¿Y después? – preguntó Ruperto comprendiendo lo delicado de la conversación. En ese “después” había implícito muchas cosas. Incluía la inactividad. También la dependencia. Incluso la muerte.
        -- Inés quiere que compremos la casa de Elías – esta casa estaba en el caserío principal y estaba en venta.
        -- ¡Es muy bonita! – apuntó Ruperto. Ruperto no quería que Teódulo vendiera la finca. Pero presentía que Teódulo se estaba inclinando por esta posibilidad. La vida nos pone a veces a escoger cuando no hay más salidas, como si nos diera una lista grande de posibilidades y alternativas. Aquella era una de ellas. No era grande la lista. Todo lo condicionaba la edad y sus estragos. La conversación continuó. Los datos estaban en la mano. Y casi, también, la decisión. La presencia del amigo se nos convierte, muchas veces, en una necesidad. Teódulo así lo experimentaba y así lo sentía. Así se lo hacía sentir Ruperto, que a pesar que no se quería comprometer en sus respuestas, estaba cercano a su amigo. El silencio del amigo es la mayor certeza de su mejor presencia.
        Teódulo había sentido un apoyo en Ruperto. No era la primera vez. Ruperto había sido solidario. Lo había escuchado. Era lo que quería Teódulo. La decisión era sólo suya. Buena. Menos buena. Acertada o no. Suya era la situación. Suya la decisión. Suya la finca. Aún, cuando tenía que rumiar su decisión, tenía que conversarla con sus hijos y con Inés. Ya sabía sus opiniones, al respecto. Ruperto, por su parte, sentía dolor que Teódulo fuera a vender la finca. Pero hay momentos y situaciones especiales de la vida. Aquella era una. Teódulo, mientras tanto fue donde Manuel. Necesitaba una botella de miche, del callejonero. Lo necesitaba. Ese día Teódulo se quedó en la casa principal. En el corredor grande de la casa principal comenzó a tomarse su botellita. ¡Cuánta falta le hacía hacerlo!

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