sábado, 9 de abril de 2016

Teódulo... (Capitulo 3)

(3)



        Ahí iba Inés. Camino abajo. Recién bañada y vestida con ropa de domingo. Iba contenta. Sus crinejas iban bien arregladas y colgaban en sus hombros. Su vestido azul con flores parecía nuevo. Acostumbraba lavarlo con almidón y después de plancharlo le quedaba como de primera postura. Llevaba una mochila de costal con agarradero largo que colgaba del costado izquierdo. Allí llevaba algunas papas, auyama, cilantro, y otras cosas necesarias para completar el aderezo del sancocho que pensaba hacerle a su mamá. La gallina la llevaba colgando patas arriba, en la mano derecha, amarrada por las patas. De vez en cuando, la gallina hacía algunos movimientos bruscos para hacerse sentir, como si le fuera a servir de algo. Dentro de la mochila llevaba el par de zapatos que al llegar a la carretera principal cambiaría, pues, eran los del domingo y de fiesta, o días especiales.
        -- ¡Adiós, Inés! – saludó desde unos cien metros la mujer de Melecio. – ¡Pase a tomarse un cafecito que está acabadito de hacer!— La casa de Melecio quedaba a pocos metros del camino real. Todo el que andara el camino tenía que pasar por el frente de la casa de Melecio. Marcaba la propiedad privada una cerca de palos con alambres y se hacía sentir que era privado. El camino bordeaba esa propiedad y continuaba. Era camino real. Por él cualquiera podía pasar. Por eso era real.
        -- ¡Pero, solamente café, porque voy pa’Misa! – contestó Inés, aceptando la invitación, a la vez que se dirigía hacia el portón de la casa de Melecio. Melecio tocaba muy bien el violín y era famoso por las paraduras del Niño. Junto con él eran tres los violinistas en el caserío en estos servicios en los meses de enero y febrero. Eso significaba que en esos dos meses del año, Melecio, no trabajaba. No podía, aunque lo quisiera. Ya que tenía que aceptar las invitaciones a las casas a “tocarle al Niño”. Y ante ese compromiso no había otro que fuese mayor. Se trataba de una devoción religiosa. Hubiese sido un desagravio para la familia que cumplía con su devoción heredada que Melecio no aceptara con su violín y sus acompañantes ir a la Paradura del Niño. Este compromiso los adquiría Melecio ya desde el mes de octubre. Su música era más suave y ligera que la de los otros dos violinistas. Su violín no chirriaba tanto como los de Clemente o Poncio. Además, éstos dos eran famosos por emborracharse y llegar tomados a las paraduras restantes del día. Eso significaba que Melecio era más serio y asumía sus compromisos con más cordura. Porque en un mismo día eran tres o cuatro las paraduras que tenía que tocar, como se decía en su lenguaje coloquial. Lógicamente que recibía un pago por el servicio y con él se las arreglaba de manera holgada durante esos dos meses.
        A Melecio se le miraba con mucho respeto en el caserío, tanto en la parte donde vivía, como en el principal. Con mucho respeto y agradecimiento. Hablar con él era como una especie de conexión espiritual. Influía en esa percepción el hecho de relacionarlo con el “Niño” y las “Paraduras”.
        -- ¿Cómo está hoy, señora María? – saludó Inés a la mujer de Melecio, dejando atrás el portón y entrando al patio de la casa de Melecio, cubierto todo de terracota roja.
        -- ¡Con mis achaques de siempre! -- respondió María a la pregunta de Inés. -- Y por allá, ¿cómo están?
        -- ¡La más enferma soy yo, y ya me ve! ¡Andando! – respondió Inés.
La mujer de Melecio acomodaba una silla en el porche inmediato al patio para que se sentara Inés, mientras se quedaría de pie, atendiendo la visita dominical matutina.
        -- ¿Cómo está el señor Teódulo?
        -- ¡Está bien!
        -- ¡Rosa! ¡Rosa! – En ese momento llamó María a su hija mayor, de unos veintidós años, para que le trajera café a Inés. Rosa saludó a Inés, con el característico “usted” del uso diario. No cabía el tú en la conversación, ni familiar, ni casual. Se habían acostumbrado a tratarse de “usted” y se trataban así diariamente. No para hacer diferencia o poner distancia, como podría verse desde afuera. Era parte de su misma manera de ser entre ellos. La mamá jamás tuteaba a sus hijos, ni éstos entre ellos. El “tú” era para la gente de la capital y de gente fina. Y no sabían que había diferencias en el uso de “tú” y de “usted”. Además, tampoco sabían usarlo bien. Pues unían mal el uso de la segunda persona con sus respectivas terminaciones. Así, por ejemplo, usaban el usted, con el correspondiente él o ella, en todas las maneras. Si en vez de usar “tu comes pan”, como sería, y es, si se usa el “tú” en la conversación diaria y coloquial; ellos, usarían “tu come pan”, incurriendo en un grande error gramatical. La razón era que estaban acostumbrados a usar siempre el “usted” para todo. Este error gramatical podría verse, y se veía, como ignorancia. Y lo era. Pero se ignora cuando no se usa o no se está acostumbrado. Ellos se daban cuenta de ese error. Por eso usaban siempre el “usted”. Lo importante era que no era por no caer en un error gramatical, cosa que les importaba menos que un bledo, sino porque había en su trato una consideración natural de respeto por las demás personas. Y esto era lo que hacía que el “usted” estuviese a flor de labios. Además, qué les podría añadir o quitar a sus propias vidas el que tuviese una “ese” de más o de menos cada verbo utilizado en segunda persona del singular. Lo que sí era “singular” en ellos, era, precisamente, esa concepción respetuosa en el diario vivir. Lo demás, sobraba o faltaba. Y no era problema.
        Inés saboreó hasta el último sorbo de café, y con él, la tertulia con la señora María. No era tanto por el cafecito, sino para conversar un poquito. Nada especial. Porque nada especial acaecía en sus vidas, sino lo de siempre. Se despidieron e Inés volvió a donde iba y a lo que iba, como casi todos los domingos. Al menos, cada vez que podía. La gallina volvía a quedar con las patas hacia arriba y de vez en cuando a moverse. Inés volvió a acomodarse su mochila de costal y cuesta abajo, por el camino real. Quince minutos más tarde ya se hallaba llegando a la carretera del caserío principal. Al llegar a la carretera de asfalto colocó la gallina en el suelo. La gallina hizo ademán de correr pero todo quedó en un movimiento brusco porque se hallaba amarrada de las patas. Inés bajó su mochila. La abrió. Sacó una bolsa de papel. Sacó sus zapatos de domingo y de fiesta y de ocasiones especiales. Se quitó los zapatos del camino. Se limpió los pies con un pañito, que llevaba para tales menesteres, y se puso los zapatos que traía, guardando en la misma bolsa los del camino. Pisó firme como para cerciorarse que eran sus pies y sus zapatos. Se pasó las dos manos por la cabeza para recogerse el cabello, en caso de haberse despeinado, y movió la cabeza, como para decirse que todo seguía donde tenía que estar. Volvió a guindarse la mochila al hombro. Y otra vez la gallina a ir como venía: con las patas arriba y la cabeza abajo. ¡Vaya suerte! ¡Le había llegado su domingo!
        Todavía le quedaba a Inés unos cuarenta y cinco minutos de tiempo libre, antes del principal motivo de su bajada. Le quedaba tiempo de ir donde Custodio, su hermano. Además, tenía que hacerlo porque no podía entrar con su mochila y gallina a la Misa. Tenía que dejar sus macundales en otro sitio. Custodio vivía a unos cien metros de la capillita, donde era Patrono San Isidro Labrador. Patrón espiritual que había sido bien escogido por ser casi todos de las faenas del campo y de la agricultura.
        Justo a la diez de la mañana estaba llegando el curita, que subía, todos los domingos, de la Iglesia Parroquial a cumplir su labor espiritual. Todos estaban reunidos esperándolo, como siempre. También Inés, que ya había saludado a todos los que estaban dentro. Así, que, a lo que iban, los que iban, cuando iban, y que casi siempre eran los mismos. No había más.

No hay comentarios:

Publicar un comentario