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Subía
la cuesta, Teódulo Ruiz, con un costal lleno del mercado de las dos semanas
siguientes. Acostumbraba bajar cada quince días a la ciudad a comprar lo que
necesitaba para seguir su entrega y abnegación a las matas y cultivo de lo que
le llenaba y realizaba. Su pedazo de tierra le daba los huevos, la leche, los
cambures, el fríjol, y todo lo necesario para no tener que ir a la ciudad con
más frecuencia, que la de cada quince días. Y aún cuando lo hiciera no se sentía
tan a gusto como en medio de las tres vaquitas, algunas gallinas, y otros
individuos del género animal que poseía y a los que cuidaba con esmero y
dedicación. El tiempo restante era para las matas de café, de cambures, el
maíz, las caraotas, la caña y sus hortalizas, que eran variadas. La ciudad le
proveía de sal, carne, arroz, fideos, y de la harina de trigo, que nunca podía
faltar para hacer sus arepitas, todas las mañanas. Como igualmente, el miche,
aunque lo prefería casero. Pero, había que ajustarse a que Manuel lo fabricara
y lo vendiera, como cosa de mucho valor. Y lo era. A este miche lo llamaban
“callejonero”, porque lo hacían en alambiques domésticos, y por lo general, estaba en callejones o
lugares escondidos, y era visto como una actividad ilegal. Era más fuerte y
picante que el de la fábrica industrializada y no contenía ningún aditivo
químico. Aunque, no se entendía por qué era ilegal; más bien, podría verse como
un producto artesanal y familiar. Pero, en todo caso, era así. Eso le daba más
valor al miche, aunque costaba menos.
Había
bajado por un momento su costal, repleto del mercado, para descansar a la mitad
del camino y aprovechar un traguito de miche, que con éste ya era el segundo.
Pues era como parte de la rutina dar su aprobación con el primer trago, en el
momento de la compra, en la casa de Manuel, con su característico carrasqueo de
garganta, como reacción de lo fuerte de la bebida. Pero este carrasquido era
más de satisfacción por el sabor del licor que por lo ardiente de esta agua,
que no en vano lleva el calificativo de “agua-ardiente”. Entre más ardiente,
más sabrosita aquella agua, casi medicinal, en medio de tantas fatigas del
trabajo del campo. Aquella botellita representaba, sin duda, como un premio a
su trabajo. Allí radicaba la satisfacción. Más que justificada.
El
camino era de tierra, y si se hubiera visto desde el aire, se podía notar su
forma de culebra, entrecruzando y escalando parte de la montaña, para comunicar
algunas casas de familia entre sí y con el caserío principal, que estaba a una
media hora, más abajo. Pocas casas se encontraban en el recorrido. En algunas
intercesiones había que desviarse para ir a cualquier otra familia. Para
hacerlo, tenía que ser por cualquier motivo importante, como asistir a algún velorio,
visitar un enfermo, participar de la paradura del Niño, en el mes de enero; o,
inclusive, ir a dar el feliz año. Eran muy poco frecuentes las visitas. Y eso,
porque todos se hallaban en sus faenas diarias del campo, y no había mucho
tiempo libre para hacer visitas, durante el año. Sólo en ocasiones
verdaderamente especiales, como el hecho de ser invitado exclusivamente, por
coincidencia, como que fuese pasando, o por eventualidades.
Teódulo
ya había realizado el segundo traguito de rutina y se disponía a levantar otra
vez su costal para llevárselo a sus espaldas y proseguir su marcha. En él
llevaba lo de siempre. Lo de cada quince días. Antes de reiniciar su marcha se
llevó un poco de chimó a la boca. Tomando el costal por el cuello y
retorciéndolo un poco dio el impulso necesario para que el costal fuera a
descansar en sus espaldas. Acto seguido se acomodó el sombrero y con ello
comenzó a caminar para continuar la subida y acortar la distancia que lo
separaba de la casa, en donde lo esperaba Inés, su esposa. Inés era su segunda
esposa. Teódulo había enviudado hacía unos veinte años y había contraído
segundo matrimonio para hacer menos pesados sus años menos jóvenes. Del primer
matrimonio tenía ocho hijos y vivían en la parte principal del caserío. Todos
estaban casados y realizados. Les había dado a cada uno una parcela para que
hiciera cada uno su casa, como de hecho era. Había dejado para sí la casa
principal y había adquirido una finca en la loma para su segundo matrimonio.
Cada vez que bajaba solía ir a su casa y algunas veces sus hijos tenían que
levantarlo del piso de uno de los corredores de la casa principal en donde se
sentaba a tomarse algunas botellitas de miche. Tal vez, era el dolor de la
primera pérdida lo que lo inducía a ello. Otras veces, dos de sus hijos lo
acompañaban y eran tres, entonces, los que amanecían en el corredor. Había allí
una solidaridad, que vista fríamente desde afuera, no era sino una
desconsideración. Pero, era más que esa impresión.
Inés,
sufría al pensar que Teódulo tenía que bajar a realizar las compras, cada
quince días. Eso suponía la posibilidad de que Teódulo no regresara el sábado.
El motivo era que, a veces, se quedaba en la casa de los hijos, o en la casa
principal, tomando miche. Así lo decía
ella. De manera fuerte y agresiva, generando en el propio Teódulo más los
deseos de quedarse haciéndolo. Ella, verdaderamente, no comprendía que Teódulo
hiciera ese espectáculo. Era egoísta al no buscar comprenderlo. Y no hacía el
más mínimo esfuerzo en comprender. Más bien le reclamaba y le recriminaba. Eso
hacía que se distanciaran cada vez más y que Teódulo incrementara más las
salidas al caserío, algunas veces, hasta cada ocho días, o, incluso, menos.
Eran
pasadas las seis de la tarde. En la casa de Teódulo se podía notar, desde la
distancia, el humo de la chimenea. Galán, que así se llamaba el perro, al
divisar a su amo, salió formando una algarabía festiva, a su encuentro. Teódulo
hizo su silbido característico, a unos doscientos metros, anunciando su
llegada, antes de llegar a la puerta de palo y de alambre de púa. Su casa
estaba en un plancito en medio de un potrero, lleno de naranjos, matas de café
y matas de cambures. Se podía respirar aire puro y mucha tranquilidad. Parecía
un paraíso aquel paraje. De hecho, mucha gente conocida de la ciudad venía a
visitar a Teódulo, en los días festivos de diciembre, para disfrutar de aquel
regalo de la naturaleza.
-- ¡Hola, Inés! – saludó
Teódulo al llegar a la cocina y descargar el costal en el suelo. Mientras que
Inés se aprontaba a montar la olla con agua para hacer café, dejando a un lado
el malangá que estaba pelando para los cochinos. La cocina era oscura y había
un fuerte olor a humo de leña. El humo de la leña con la que se cocinaba se
había encargado de darle un toque de pintura oscura a todas las paredes de la
cocina, y la hacían acogedora.
--
¡Menos mal! ¡Ya estaba pensando que se iba a quedar tomando miche! – fue la
bienvenida de Inés, al tiempo que movía algunos palos de leña en el fogón para
aumentar la candela. Teódulo se acomodaba en la silla de cuero y colocaba su
sombrero encima de la mesa, mientras que Galán movía la cola mirando a Teódulo
mostrándole su alegría, al pie de la mesa de la cocina.