sábado, 9 de abril de 2016

Teódulo... (Capítulo 5)

(5)




        Teódulo, por la otra parte, estaba dándole la última ración a sus insaciables cochinos. Eran ya las seis de la tarde. Pronto regresaría Inés. Las gallinas estaban buscando subirse a sus dormideros. La luz lánguida del sol parecía negarse a dar paso a la oscuridad y entre ese irse y quedarse daba un colorido propio al atardecer. El descanso del domingo estaba llegando a su fin. Galán pereceaba en el corredor. De vez en cuando levantaba una oreja como para verificar cualquier ruido no habitual y volvía a quedarse con la cabeza sobre sus patas delanteras, sin interrumpir su descanso del domingo.
        Teódulo cuidaba con esmero de sus animales. Los cochinos le daban su satisfacción. También a ellos les tocaba, al igual que a la gallina del sancocho, su sábado o su diciembre. No en vano eran los cuidados que les prodigaban. Además, era una manera de no botar la comida que sobraba todos los días. Con ellos se aumentaba el guiso de las hallacas, sin descartar los chicharrones y las morcillas, cuando los sacrificaba él mismo en su casa. La otra manera era venderlos a Ruperto, el suegro de Bernardo.
        Ruperto tenía una bodega en el caserío principal y para aumentar el sustento de sus hijos vendía carne de cochino, todos los sábados. Era famoso Ruperto en este comercio y cuando alguien tenía un cochinito gordo lo buscaba para la venta sabatina. Venía hasta gente de la ciudad a comprar cochino en casa de Ruperto, sobre todo los chicharrones y las morcillas, que eran de una sazón especial. La hija menor de Ruperto era la encargada de las morcillas y con el dinero que recogía de ellas se ayudaba en los estudios. Ella estudiaba para Abogado y con las confiterías caseras y las morcillas y otros lograba ayudarse en sus estudios exitosamente, a su debido tiempo.
        Ruperto tenía siete hijos. La hija mayor se había casado con Bernardo. Bernardo había sido de gran ayuda para Ruperto en sus actividades comerciales, que eran variadas, y que apenas le daban para sobrevivir. Y, a duras penas. La suerte de Ruperto estaba en sus hijos, que le habían salido muy hacendosos y trabajadores. Era pobre. Tal vez el más, de todo el caserío. Sus hijos estudiaban en la Universidad, por lo menos, los  que quisieron. De los siete, cuatro estudiaban en la universidad.
        Galán había empezado a ladrar y su alarma era festiva. Era Inés que se avecinaba. Traía colgado en su hombro izquierdo su mochila de costal. Traía en él dulce de toronja, hecho con panela de caña de azúcar, en un frasco de vidrio. Teódulo, a este punto, estaba lavándose las manos. Ya los cochinos volvían a comer; o mejor, no dejaban de comer, para ser más exactos. Inés se dirigió primero a la habitación y después a la cocina en donde se encontró con Teódulo.
        -- ¿Cómo te fue, mija? – saludó Teódulo a Inés. Teódulo siempre “mijiaba” a Inés. Así es como válido decir que se “tutea” a una persona cuando se le trata de “tú”; e igual, podría ser válido decir que se “ustea” cuando se le trata de “usted”. De la misma manera podría estar permitido, por lo menos en este relato, decir que se “mijea” a una persona cuando se le dice “mija” o “mijo”. Era el caso de Teódulo. Cada vez que se dirigía a Inés la llamaba “mija”. Luego, la “mijiaba”.
        -- ¡Bien!
        -- ¡Gracias a Dios!
        -- ¡Bernardo le mandó muchas saludes! – continúo Inés. – Le mandó a preguntar que si ya está bueno el cochino que le ofreció – No olvidemos que Bernardo trabajaba en sociedad con Ruperto, su suegro. “Mandar saludes” era distinto de “mandar saludos”. Lo primero era desear toda clases de bondades y salud. Lo segundo era mandar a decir “hola” o saludar, simplemente.
        -- Todavía puede engordar otro poquito más – respondió Teódulo. – ¿Cómo está la vieja? – preguntó inmediatamente, Teódulo, por la mamá de Inés.
        -- Con sus achaques de vieja --
        -- ¡Pues, sí!...
        Inés iba sirviendo en dos posillos de peltre un poco del dulce que traía. Comerían dulce antes de la cena, que iba a ser arepa de harina de trigo, con sardina de lata. A ellos aquella combinación les sabía a gloria. Con ello cerraban el descanso del domingo y con ello todo estaba completo. Les daba y les hacía sentirse en libertad y dueños de todo, al mismo tiempo.

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