sábado, 9 de abril de 2016

Teódulo... (Capitulo 7)

(7)




        Ruperto se hallaba muy triste. Era poco conversador pero se le podía notar el pesar de la pérdida del yerno, que era más que eso. Ofelia, la esposa de Bernardo, casi pierde la razón. Estaba inconsolable. No comía. Se quedaba ensimismada en sus pensamientos. Donde se sentara se quedaba inerte y sin articular palabra alguna. A todos les preocupaba la situación. En las madrugadas la sentían gemir en su habitación, en donde pasaba toda la noche sentada a la orilla de la cama, con las manos en las quijadas. Su mirada estaba totalmente distraída y perdida. Era angustiante verla así. Pero nadie podía hacer nada. Era su dolor, como cada uno tenía el suyo, por la pérdida, con sus repercusiones internas individuales. Cada uno sufría y cada sufrimiento era particular y no tenía comparación. Cada uno, era cada uno, y tenían que respetarse. Misterio propio de la soledad y de la individualidad de la existencia. La familia de Ruperto lo intuía y lo vivía. No les era fácil, sin embargo. La solidaridad y el respeto consistían en saber guardar esa individualidad. Dura resulta la vida y la existencia en algunos momentos concretos del vivir. Aquel era uno para ellos. Eran sus zapatos y tenían que calzarlos. Inevitable, pero hay cosas que son como son y no lo que en el fondo queremos que sean. Son.
        Ruperto sentía que todo se había acabado. No era así. Pero en momentos tan cruciales de la vida, no hay otra percepción. Tenía que seguir comprando los cochinos para la venta de los sábados. Tenía que continuar con su rutina. De ella dependía toda su familia. Las confiterías caseras que hacía su esposa, apenitas ayudaban a suavizar la carga económica, pero no eran suficientes. Cada uno hacía lo que podía. No se podía bajar la guardia. Convencido, como se hallaba, igual de dolido y aturdido por lo de Bernardo decidió seguir como iba hasta entonces, dos semanas atrás. Sintió la necesidad de conversar con Bernardo. Ya no estaba, ciertamente. Pero conversó con él. Le pidió que, por favor, le diera una mano, como siempre. Que le diera una ayudita. Y podía ser psicológico, pero aquello le dio fuerzas para seguir. Al principio le parecía banal. Al paso de los días seguía manteniendo sus conversaciones con su yerno, amigo. Y se le fue convirtiendo en una camaradería bonita y en una compañía especial. Recobraba fuerzas en su desánimo. No sabía Ruperto qué era psicológico, ni nada de esas cosas. Pero sabía que Bernardo seguía siendo su socio. Y, ahora, de manera muy especial.
        Los hijos de Ruperto siguieron sus estudios. La que estudiaba Derecho a sus morcillas. Unos a las confiterías. Otros a venderlas en las bodegas de la ciudad, donde tenían su clientela. Cada uno a lo suyo. La vida volvía. El sentido de la constancia se fortaleció. Las cosas habían sido duras. Pero todo pasa; las cosas y los rumbos se acomodan y mejoran con el tiempo. Como estaba comenzado a suceder con Ruperto y su familia. Y como había sucedido después.
        Mientras tanto, Ruperto, volvió a sus cochinos. A comprarlos. A regatear sus precios. A comprar leña para hervir el agua. A preparar los calderos para los chicharrones y las latas para la manteca. A darle filo a los cuchillos. A todo lo que era sus faenas de los sábados. Y a pedir fiao a los distribuidores para tener que vender en la bodega durante la semana. Las cosas podían estar mejores. Pero, también, podían estar peores. Estaban como estaban. Conformidad, como el mismo Ruperto decía. Y corazón a la vida de todos los días.
        Uno de los cochinos que había comprado había sido uno de los de Teódulo. Ya era su sábado. El otro tenía su diciembre y en casa de Teódulo. Ruperto y Teódulo eran buenos amigos. Eran muy solidarios. Y como las cosas no estaban tan bien para Ruperto le dejó fiao el cochinito. Una semana después se lo canceló. Podían ayudarse y se ayudaban. Detalles que marcan verdaderamente en la vida y que se agradecen de corazón. Solidarios en las adversidades y en los contratiempos.

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